A principios del siglo XIX Napoleón trataba de imponer condiciones en Europa y afectaba a una España –relegada a potencia de segundo orden- que atravesaba por una aguda crisis política. La combinación de estos factores tuvo como efecto la desaparición, transitoria, de la dinastía de los borbones en el trono español.
José de Iturrigaray
Virrey de la Nueva España
La inusitada desaparición del poder legítimo en la metrópoli llevó al Ayuntamiento de la ciudad de México a plantearse la validez de las instituciones que gobernaban el virreinato, lo cual originó una polémica entre el Ayuntamiento y la Real Audiencia acerca del importante asunto de la soberanía de la nación.
La crisis española de 1808
El rumbo que tomó el gobierno español de Carlos IV, y su ministro Godoy, afectó los intereses de las élites españolas, por lo que éstas buscaron el apoyo de Fernando, hijo de Carlos IV y príncipe de Asturias, es decir, formal heredero de la corona.
En este conflicto interno desempeñó un papel fundamental la relación con Francia. Para Napoleón, España representaba un punto estratégico en su conflicto contra Inglaterra. Con el pretexto de pasar a Portugal, y con la anuencia de Carlos IV, las tropas francesas se asentaron en territorio español.
Esta supuesta relación amistosa terminó siendo una virtual invasión. En Bayona, Napoleón logró uno de sus objetivos: consiguió que tanto Carlos como Fernando abdicaran al trono español. Poco después, el emperador francés entregó la corona de España a su hermano José Bonaparte.
El vacío de poder creado en estas circunstancias llevó al pueblo de Madrid a enfrentarse, el 2 de mayo de 1808, contra los invasores. Aunque los disturbios fueron fácilmente controlados, este fue el inicio de un conflicto para expulsar a los franceses del país. Los reinos españoles comenzaron a organizarse en juntas gubernativas para preservar la soberanía hasta que el monarca legítimo asumiera el trono.
Consecuencias en la Nueva España
Poco después de que se conocieron en el virreinato los acontecimientos en la península, el Ayuntamiento de la ciudad de México se reunió para analizar la situación y dirigió, el 19 de julio, un manifiesto al virrey José de Iturrigaray en el que se declaraban nulas las abdicaciones de Carlos IV y Fernando.
En el documento, además de jurar fidelidad a Fernando VII como rey de España, el Ayuntamiento tomó la voz en nombre de todos los pueblos de la Nueva España y se consideró depositario, junto a las demás instituciones legalmente establecidas –se refieren a los cabildos-, de la soberanía del reino, por lo que ahora, en ausencia del rey, el pueblo debía organizarse para resguardar la soberanía.
La postura del Ayuntamiento provocó la reacción de la Real Audiencia, que consideró inadecuadas, y peligrosas, las peticiones del cabildo de la ciudad. Es decir, ante la complicada situación de la casa real, en la Nueva España se formaron dos facciones: la de los peninsulares, representados por la Audiencia, y la de los criollos, representados por el Ayuntamiento.
Dentro de la facción criolla aparecieron dos tendencias: una que proponía la autonomía, sin apartarse de la metrópoli, y otra, mucho más avanzada -la de Melchor de Talamantes-, que dejaba entrever la independencia del reino, pero ligado a España por lazos de sangre –se ofrecería la corona de México a un miembro de la familia real española- para evitar caer en manos de alguna otra potencia europea.
El 5 de agosto, el Ayuntamiento solicitó al virrey la formación de una Junta General. Iturrigaray accedió a la formación de la junta, por lo que la facción peninsular, temiendo un movimiento independentista, organizó un golpe de estado. La noche del 15 de septiembre de 1808 poco menos de trescientos españoles, pagados y dirigidos por Gabriel Yermo, sorprendieron al virrey y lo hicieron preso.
Iturrigaray, de quien se sospechaba estar de acuerdo con los planes autonomistas del Ayuntamiento, fue destituido y enviado a España, su lugar lo ocupó provisionalmente Pedro Garibay. Además fueron encarcelados, entre otros, el regidor Francisco Azcárate, el síndico Francisco Primo de Verdad y Melchor de Talamantes.
Con el encarcelamiento de los implicados criollos se dio por terminado el conflicto, pero el hecho marcó las diferencias ideológicas entre peninsulares y criollos y sentó el precedente para futuras conspiraciones que desencadenarían la guerra por la independencia.